MANU STUPRARE


Antes de leer: El siguiente es  uno de los primeros cuentos que hice en primer semestre para la materia lenguaje escrito I. Aunque en general no me disgusta el texto, escribo este pequeño preludio para aclarar que, el tema del cuento, responde al requerimiento del profesor de escribir sobre una parafilia. Yo escogí la ¨hierofilia¨, por esta razón, invito a las personas susceptibles a incomodarse u ofenderse con estos temas, a abstenerse de leer.  

Los años setenta fueron  una época difícil,  el miedo por los ataques terroristas  era más grande que nunca. La religión no aportaba mucho más que un consuelo moral o con suerte, un apoyo económico. Fue en esa misma época cuando al grupo de Madres Doroteas se nos había encomendado la misión de recoger fondos que serían enviados a los países en guerra...debo admitir que nunca pude entender el fin social de la iglesia, ayudaban a personas que luego acusaban de pecadores en sus misas. Tampoco sentía que la iglesia fuera para mí y menos con los pensamientos que tenía tan a menudo.

Tenía apenas 13 años cuando mi madre decidió internarme en uno de los pocos colegios  católicos radicales que quedaban en Maryland, según ella debía hacerlo y más en la época de 1970, el boom de la revolución sexual- el comienzo del apocalipsis bíblico para mi familia-. Recuerdo incluso,  que la abuela tenía  tanto miedo de que me convirtiera en una ¨hippie prostituta¨ que me obligaba siempre a cargar con una biblia de bolsillo. A pesar de que no se me permitía ver noticias o leer el periódico, entendía lo que estaba ocurriendo, bastaba con ver a la calle, aún así,  una parte en mi subconsciente se sentía atraída por las iridiscentes banderas multicolores y los cuerpos semidesnudos de personas desfilando. Ya habían pasado 7 años, siete largos años donde leer versículos y comer hostias secas era la rutina de todos los días. Las misas que se celebraban  los domingos, no eran muy diferentes tampoco, cada vez que el padre veía un hombre más con las nalgas al descubierto en las protestas, rezaba por su salvación: ¨su pobre alma ha sucumbido a los placeres carnales, exhibicionistas e impuros¨, decía. A los 28 años, mi madre me sugirió seguir el camino más puro, convertirme oficialmente en monja- era eso o arriesgarme a perder el apellido-.

Siempre he creído en Dios, lo puedo decir con toda certeza; sin embargo, en el fondo repudiaba a todas las hermanas por ser incapaces de salir de sus tocas y  hábitos, odiaba a los padres por que no tenían más remedio que declararse religiosos. antes que homosexuales; odiaba a la religión, me odiaba a mí por ser parte de ella. A comienzos del 2000 firme mis votos, y me convertí en cuerpo y alma al Señor, la mentira más grande y barata de toda mi vida, tenía 45 años para esa fecha, y nunca en todos esos años había sido feliz. Me acostumbré a rezar y ayudar a la gente hipócritamente, me acostumbré a no pensar nunca en mí.

Como misionera de la congregación tenía la tarea de buscar dinero, como las universidades siempre estaban concurridas, pensé que sería más efectivo intentar convencer a los jóvenes de apoyar a los miserables, tristes y pobres por los que tanto luchábamos. El primer  día, pidiendo dinero a los estudiantes,  entendí  que no había podido escoger un mejor lugar. Sin saberlo, tenía cierta inclinación a pedirle monedas y donaciones  a los hombres y mujeres menores de 20 años... Dios, eran todo lo que alguna vez pude llegar a ser y, no solo eso, sus cuerpos, sus rostros, todo de ellos me producían sensaciones que no podía explicar. Fue un año completo buscando ¨caridad¨ en las universidades, muchos ya me conocían, recuerdo que incluso un muchacho de 18 años me abrazó y dijo que admiraba mi entrega hacia Dios, no fueron sus palabras las que más recuerdo , fue el abrazo el que sentí en cada centímetro de mi cuerpo…no ,no con ternura, era algo más.

Seguí recaudando fondos el resto del año, disfrutaba al hacerlo, había algo en estar rodeada de juventud que me emocionaba. Al terminar mi labor retornaba siempre a la sede principal de la congregación. La catedral de San Patricio tenía templos y conventos esparcidos por toda la ciudad, las Madres doroteas vivíamos en la iglesia principal en un ático subterráneo donde casi no llegaba la luz, las habitaciones eran individuales y todas, sin excepción, tenían solo una cama y un crucifijo colgado en la cabecera. No me molestaba la soledad, era lo único que siempre me había atraído de ese entorno, el poder llegar a mi cuarto, rezar y luego poder desprenderme del molesto hábito  en frente de la mirada acusadora del Señor .eran acciones que por incoherentes incluso me llegaban a parecer graciosas, emocionantes… excitantes.

No se nos tenía permitido vernos al espejo, era un acto de vanidad e impureza,  las pocas veces que veía mi reflejo era en los ventanales de las enormes tiendas en las grandes manzanas o cuando me escapaba a los baños de los centros comerciales. Mi cuerpo a los 46 años  escondido detrás de la tela negra cautelosamente planchada todavía  se lograba marcar .Siempre he sido una mujer con grandes atributos, lo sé porque siempre lo he sentido , al báñame, al cambiarme... y es que los hechos hablaban por sí solos, tenía los pechos tan grandes que para poder entrar en el traje más ancho que disponía la iglesia tenía que fajarme pues de no hacerlo - y como no podía tampoco usa ropa interior más que la que me ofrecía la congregación (trapos sucios y baratos)  - se me marcaban los pezones , para mí la idea no resultaba tan escandalosa , me daba risa tan solo imaginarme las reacciones de las personas al ver a la ¨hermana tetas grandes¨. Lastimosamente, la costumbre me obligaba a fajarme, era una rutina que tenía desde joven y no me atrevía a dejarla.

Ese jueves, el clima no había sido para nada positivo, en el sur-oriente del país un huracán había azotado a las costas estadounidenses y los estragos se sentían a lo largo de toda la nación, de todos modos, salí a la universidad más cercana, era el último bimestre de año y tenía que aprovechar, pues al terminar el año íbamos a ¨luchar¨ por otra causa. Ya en la calle entendí que quizás  no había sido el mejor día para salir, los vientos eran demasiado fuertes y casi ni me podía mantener en pie. Afortunadamente, algo positivo salió de toda esa situación, la tela del hábito era tan delgada que dejaba entrar un frío que se sentía  en todo mi cuerpo. Cuando estaba  devolviéndome al convento - sin haber recaudado ningún dinero- , el hábito logro atorarse entre mi entrepierna, quedándose  pegado y provocándome a su vez una sensación de cosquilleo y aún más conforme la tela se movía junto a las oleadas del  viento. No retiré la parte de la tela que se había atorado en mí al instante, de hecho, la dejé ahí hasta llegar a la iglesia.

Al llegar al convento pedí que no me buscaran, o llamaran pues tenía que -supuestamente -rezar por un familiar enfermo. Llegue a la soledad del cuarto, que olía a la esperma de las velas secas, olía a pureza. No quería esta vez quitarme el hábito, la tela todavía tenía esa temperatura fría que me hacía retorcer. Si no me falla la memoria,  por primera vez sentí una necesidad imperante de…de tocarme. Sabía de la masturbación, una vez de pequeña a los 13 le quite una revista a mi padre,  donde se podía ver mujeres con las piernas abiertas introduciéndose  objetos  por todos sus orificios, no entendía muy bien por qué hacían esto pero no me llegó a producir  asco o repulsión. Ya internada en el convento le pusieron nombre a esta práctica, masturbación, la acción cumbre de la desgracia humana. Fue ahí también cuando nos hicieron prometer ante el altar nunca practicarla pues esto representaría un boleto directo al infierno. Había cumplido mi promesa , pero ya no podía más. La idea de experimentar lo que tanto me habían prohibido se me hizo bastante atractiva. Fui sincera conmigo misma: nunca fui monja, al menos no de corazón. Había vivido toda mi vida en un escondite, era hora de mostrarle al crucifijo colgado en la pared quién en realidad era. Lo primero que hice fue tumbarme en la cama de sábanas blancas, no sabía muy bien como proseguir, pero estaba decidida a hacerlo. Me quité los zapatos negros y lustrados, luego bajé las medias veladas hasta los tobillos, fueron las únicas prendas que quise quitarme, esta transición mental requería seguir con el hábito- o al menos eso pensaba en ese momento,  la verdad es que había algo que me excitaba de hacerlo con ropa religiosa, después de todo, lo que había desencadenado todo había sido la misma prenda que estaba usando-.

Estuve recostada en mi cama, durante 30 minutos con los pies descalzos, las medias veladas me daban la sensación de amarre que me excitaba todavía más, luego supe que era el momento de dar el siguiente paso, con miedo me levante el hábito hasta las rodillas, luego y de un impulso, hasta arriba de mi pelvis, me sentía mojada, como si hubiera terminado  de orinar; con miedo bajé mi mano  y toqué mi pelvis , ahí fue cuando entendí que el líquido que mojaba la cama era a causa de mi excitación. Apreté los brazos, me sentía viva, tenía que hacerlo tal como lo hacían en las revistas que guardaba papá, con mis manos empecé a sentir todo mi cuerpo, de nuevo bajé por el ombligo y toqué mi vagina, la recorrí en círculos pero aleje la mano cuando me di cuenta que así no lo había visto en las imágenes, recordé que las mujeres en cada página siempre tenían algo en la mano, algo con forma fálica, mis dedos no me aportaban la suficiente seguridad… pero no había nada que pudiera insertar dentro de mí.

Entonces lo vi, con las manos aún en mi pelvis alcé la cabeza y vi el crucifijo, con la mano que tenía libre lo bajé de un tirón y lo entendí, era perfecto. Supuse que una buena forma de hacerlo era mojar con saliva la madera, lo metí a la boca y empecé a recorrer torpemente toda la cruz con mi lengua, había algo en ver al Cristo de metal humedecido que me emocionaba más, recorriendo mi abdomen bajé con el crucifijo hasta mi vagina, con cierto temor hice presión en la madera contra mi cuerpo y entró, el dolor que sentí en ese momento fue indescriptible, me sentía partida en dos, pero estaba decidida a continuar. Empecé por reflejo a mover la cruz de adentro hacia afuera, los bordes cuadrados me lastimaban, pero al cabo de un tiempo sentí lo que tanto quería sentir, placer. No recuerdo el resto de la experiencia muy bien, fue algo extra corporal, incluso había sangre. Pero no tenía miedo; ya no más, en un punto cada uno de mis músculos se contrajo haciéndome expulsar un líquido a chorros que salpico todas mis piernas y manos. Al terminar, me vestí y luego dejé el crucifijo ensangrentado en la cama y salí a la calle, ya no era la misma de antes, era la mujer que siempre quise ser. Continúe pidiendo donaciones en las universidades hasta que acabó el año, el resto es historia. A veces incluso no me fajo el busto.  Tengo 60 años, pero estoy más viva que nunca.



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