LLUVIA CON OLOR A CAFÉ
I.
Son pocos los lugares de Colombia que
puedan representar la idiosincrasia del país.
Por esta razón, ante la oportunidad de realizar un viaje de dos días, sabía que
debía ir al Amazonas o al Eje Cafetero, dos destinos que, por lo que me han
dejado entrever varias imágenes y vídeos que he consultado en las últimas 48
horas, pueden demostrarme otra cara del país; una cara alejada del
congestionado mundo citadino en el que estamos inmersos ya casi 9 millones de
capitalinos (entre los que nacieron acá y los que fuimos adoptados).
En esta oportunidad iré al Eje
Cafetero, más específicamente a Salento. De todos modos, debo agregar que,
confío en que no pasará mucho tiempo antes de que puedan ver un escrito de mi
autoría dedicado al pulmón del mundo. En esta lógica, el propósito de compartir
este texto va más allá de que usted, como lector, se anime a visitar Salento;
de hecho, para mí, resulta más importante incentivar a las personas para dejar
de lado la rutina y quién quita que, de paso, nos vayamos apropiando cada vez
más de un discurso nacional propio en base al conocimiento, entendimiento y
difusión del patrimonio cultural. Siendo así, acompáñenme a conocer la tierra
que da origen a varias de las pocas cosas que nos hace sentir orgullosos a
todos los colombianos: las palmas de cera, el café y quién sabe qué más.
*
Si se pretende conocer un
lugar -en todo el sentido de la palabra-, se debe apuntar a tener una cantidad
de información considerable que evite que, como turistas, nos sobrecarguemos de
¨cosas por hacer¨ y, por lo tanto, que el viaje pierda todo sentido. Por esta
razón, antes de viajar me di a la tarea de buscar información puntual que me
aportara el contexto suficiente para poder, desde ahí, abordar mi destino de la
mejor manera. Mucha información se puede encontrar en internet, pero son
contados los datos que valen la pena destacar: Salento se encuentra ubicado en
el departamento de Quindío, justo en la zona centro-occidental de Colombia; su
población total es de aproximadamente 8500 habitantes (repartidos entre el
casco urbano y la zona rural) [1] y, además, su
temperatura promedio es de 18 grados centígrados, hecho que, entre otras cosas,
hace posible que en su tierra fértil crezcan diversos tipos de flora únicos en
el mundo.
Un día antes de emprender el viaje
decidí buscar noticias de Salento en distintos portales de medios de
comunicación como El Tiempo, El Espectador, Semana, La
silla Vacía y Las 2 Orillas. Lo que encontré resultó
bastante desalentador y no precisamente por el contenido de las noticias, sino
por la escasez de las mismas. En El Tiempo, por ejemplo, solo
hay diez noticias colgadas en la página web sobre Salento, estas hablan de
varios periodos de sequía que ha vivido este municipio y también hay un par con
enfoque cultural/ambiental; en contraste a esto en El Espectador,
las más de 90 noticias ¨sobre Salento¨ en su mayoría hablan del Valle del Cauca
o de corruptelas en zonas aledañas al Quindío y de vez en cuando, se encuentra
una nota sobre las palmas de cera o del café. Por su parte Las 2
Orillas y La Silla Vacía, repiten el error de El
Espectador, pero esta vez, ofreciendo aún menos noticias.
Aparentemente, sólo la Revista Semana presenta noticias lo suficientemente
variadas y contextualizadas como para darme una idea del lugar al que voy a ir,
fue pues fu en este portal donde pude leer varias noticias de minería e
incluso encontré un artículo de 1986 titulado ¨guía turística¨ dedicado a todos
aquellos viajeros que buscaban visitar el Eje Cafetero, al que catalogan
como ¨una de las regiones más prósperas y trabajadoras del país¨.[2]
Aunque no sea mucha la información que
se encuentre sobre Salento, cada vez que encuentro algún dato relevante me
emociona más la idea de estar allá. Quizás eso sea justamente lo malo de
investigar sobre el lugar al que se va a viajar, que genera expectativas y, por
la misma razón, cabe la posibilidad de decepcionarse. Aunque tengo un muy buen
presentimiento, ya veremos qué pasa...
II
Doscientos ochenta y dos
kilómetros separan a Bogotá de Armenia, doscientos ochenta y dos kilómetros que
a 80 km/h pueden ser recorridos en 5 horas y media. Cuarenta y dos kilómetros
separan Armenia de Salento, cuarenta y dos kilómetros que a 80 km/h pueden ser
recorridos en 40 minutos. Eran las dos de
la mañana cuando mis compañeros y yo partimos al Eje cafetero, el viaje duró 7
horas. Decidimos no ir en flota debido a que al ser cinco no podíamos darnos el
lujo de pagar cinco tiquetes de más de sesenta mil pesos, cuando perfectamente
se podía reunir entre todos el dinero de los cinco peajes y también el de la
gasolina - en otras palabras y para el mejor entendimiento del lector,
resultaba mucho más fácil ¨hacer vaca¨-. Increíblemente en este caso, ir en
carro particular además de resultar más económico, permitió un mayor disfrute
del paisaje que, a propósito, cambiaba cada kilómetro.
Quizás de entrada –pensé en ese
momento-, la mejor manera de captar la esencia de un lugar es simplemente
viendo el panorama que paradójicamente logra contrastar con el duro asfalto de
las carreteras que atraviesan las imponentes montañas o las tranquilas planicies.
Fue justamente en ese instante, en el que recordé que muchas veces cuando
pienso en los viajes por tierra que he realizado, siempre vienen a mi mente
imágenes características de las vías. Nada se asemeja a las planicies
amarillosas que adornan el transcurso a Santa Marta y tampoco a los grandes
acantilados que adornan la carretera a Barbosa y, ahora cómo olvidar la
vegetación espesa y la sensación de humedad que empezó en Girardot, se
intensificó en Ibagué y aún más al llegar al Quindío… ¿cómo olvidarlo? Treinta
y dos caras distintas tienen Colombia, más las otras tantas dentro de estas, y a
todas vale la pena conocerlas.
Llovía, llovió la mayor parte del
viaje. Llovía y yo intentaba no dormir, no quería perder la posibilidad de
observar un árbol que antes no había visto o un insecto diferente a los
mosquitos o moscas de Bogotá, sentía que, si dormía la posibilidad de encontrar
un olor, una sensación o un sonido nuevo iba echarse a perder. Lo mejor en
estos casos es abrir la ventana, respirar y observar. Era de noche, pero todo
se veía extrañamente claro, ya a mitad de trayecto, empezaron a sonar las
cigarras –o chicharras- tan comunes en esa región del país. Llovía, llovía y
decidí sacar un poco la mano, luego todo el brazo; sentía golpecitos suaves y
un cosquilleo por cada gota de agua y yo, con los ojos cerrados, no podía parar
de reír y por alguna razón, imaginaba esa sensación en particular acompañada de
un olor a café Es increíble la reacción biológica que se tiene cuando se hace
algo por primera vez… supongo que era parte de una minoría, pero nunca había sentido
con mis manos la lluvia en un carro en movimiento.
Armenia
Para el momento en el que habíamos decidido
viajar a Salento ya no había lugares disponibles para dormir, por lo que
tuvimos que quedarnos en Armenia, la capital del Quindío. Nuestro hospedaje
quedaba a las afueras de la ciudad, de manera que no tuvimos la oportunidad de
conocer a fondo este lugar, aunque en mi caso, lo que alcancé a ver no me
disgustó. No quisiera atreverme a hacer demasiadas conjeturas sobre Armenia,
pero sentí que, como la mayoría de ciudades, las clases sociales se veían
reflejadas en su organización estructural o, al menos, en la periferia -por
donde pasamos- las casas eran bastante grandes y todas muy similares, casi como
el típico suburbio norteamericano que se muestra en las películas de Hollywood.
Eran las ocho y no habíamos comido nada
aparte de algunas papas de paquete que habíamos comprado en el camino, así que
decidimos desayunar en una cafetería de las pocas que ofrecían esta comida. Nos
sentamos en una mesita al lado de una palmera y casi de inmediato nos atendió
una mujer de estatura media y ojos bastante abiertos que tenía un particular
acento paisa, no tan marcado como el que se puede oír en muchas partes de Antioquia,
pero lo suficientemente fuerte para que sus palabras y gesticulaciones se
sintieran un poco más fuertes de lo que yo estaba acostumbrado a oir.
Queríamos calentado para eso de ‘irnos empapando’ de lo que
creíamos se comía mucho en el Eje. Lastimosamente sólo tenían el desayuno que
usualmente se da en todas las cafeterías del país: huevos al gusto, chocolate o
café y una harina, está última el único alimento autóctono de la región: la
arepa paisa, una arepa de maíz bastante delgada, pero con un sabor más marcado
a la que se consigue en Bogotá, casi como si el maíz estuviera más concentrado.
Después de desayunar, fuimos a dejar
nuestras maletas y yo, a preparar mi cámara fotográfica para el resto del día.
En el trayecto, me pude dar cuenta que Armenia también tiene una zona llena
solamente de condominios, en uno de los cuales nos quedamos. Aunque esto de las
zonas residenciales de apartamentos ya es común en la mayoría de ciudades, lo
que me pareció interesante fue que el mercado, los restaurantes y la gasolinera
cerca de donde estábamos, también estaban agrupados en un solo bloque. A las 11
decidimos ir a Salento.
El cielo estaba nublado, pero ya no
llovía más.
Salento
Preguntando a varios familiares y
amigos sobre qué conocían de Salento me di cuenta de que, en general, la
mayoría no sabe ni sobre qué les estaba hablando. ¿Salento, un baile o
qué?, no, no, el municipio, ahh no, pues nada. ¿Y
usted, qué sabe de Salento o a qué le suena?, Salento mmm, como a una
palabra muy rebuscada o como a un lugar o, algo muy lento.
*
Cuando pensaba en Salento, pensaba en
vívidos colores y en una singular arquitectura. Lo que encontré no resultó muy
ajeno a esta idea. Sin pensarlo demasiado, fuimos directamente al parque
central donde se han tomado la mayoría de fotos que aparecen en internet.
Amarillo, morado, naranja…no exagero diciendo que para cada color del arcoíris
había un edificio en la calle real de Salento. Y además de su gran colorido,
también llamaba la atención los puestos tan variados que se encontraban por
toda la plaza, en unos vendían obleas, en otros arroz con leche y justo al lado
había otros en los que -como ya es común en la mayoría de municipios
colombianos- se vendía atrapasueños.
Siguiendo la tradición de vivir al son de
campana de la época colonial colombiana, en Salento se erigía una iglesia
bastante alta, pero estructuralmente bastante simple en comparación al resto de
construcciones del municipio. Justo al lado de la iglesia, un campero
color beige había sido transformado en una tienda de café,
donde los baristas que lo atendían hacían ver de este pequeño establecimiento
un sitio de alta calidad. Fue ahí mismo dónde decidí beber por primera vez el
café quindiano, un café negruzco de cuyo
sabor es imposible librarse después del primer sorbo, estaba ante una bebida
amarga y algo más espeso que el café instantáneo que usualmente se
consume en el resto de Colombia.
Los puestos de comercio no sólo estaban
esparcidos en el exterior, también había muchos en forma de locales o pequeñas
tiendas inmersas en los algunos edificios. Uno de ellos me llamó la atención
desde afuera, ya adentro lo que más resaltaba era la gran extensión de este
lugar de comercio que por la cantidad de locales que albergaba parecía más
algún tipo de feriado. Todos los locales eran bastante ordenados y en todos se
vendían cosas de acuerdo con temáticas especificas En el primero se vendían
botones, en otro, varias pinturas de estilo surrealista y en el resto,
los souvenir eran cada vez más variados, había desde una
tienda que vendía muebles estilo vintage hasta otra que se
dedicaba a vender velas aromatizantes.
Para conocer más sobre el lugar,
decidimos preguntarle al secretario de cultura sobre diferentes sitios que
pudiéramos visitar en lo que faltaba del día. Nos indicó dos: la esquina más
bonita de Salento y una finca cafetera que quedaban a las afueras del
municipio, llamada la finca Las Brisas de Don Elías. Fuimos primero a la
esquina más bonita de Salento, que resultó ser una cafetería bastante
particular, no como las que estamos acostumbrados a ver en Bogotá, sino que una
puramente cafetera. Ubicada en una de las casas coloridas tan particulares de
Salento, este lugar lograba reunir varios de los elementos que hacían de este
municipio un lugar diferente a cualquier otro. Al entrar, lo primero que sentí
fue el calor humano por parte de hombres que momentos antes -quizás, por sus
expresiones faciales- me habían dado la impresión de ser bastantes serios y
reservados. La mayoría de hombres que se encontraban dentro de este recinto
eran adultos con la vestimenta propia de la región cafetera, todos tenían el
típico sombrero paisa además de camisas de manga corta metidas dentro de un
pantalón café bastante suelto, algunos otros tenían un poncho doblado en el
hombro e incluso vi a un hombre que sostenía con una mano un tipo de bastón
cuyo utilidad no parecía ser el de los bastones convencionales. Hablando con un
señor de sonrisa contagiosa y acento marcado, entendí porque esta era
la esquina más bonita del municipio. Es que este lugar ha estado igual
por generaciones, esto me lo dio mi papá y así va a seguir, además pues aquí
están las primeras cafeteras que se trajeron a Salento y todo nuestro café lo
preparamos acá para que todos vean. De color plateado y bastante
grande, las cafeteras a las que se refería parecían utensilios dignos de estar
en un museo, había tres en total y todas en un excelente estado de
conservación. Esta también era, la esquina con más historia de
Salento.
*
Encontrar el lugar no resultó no fue
difícil. Siguiendo la ruta a la finca cafetera artesanal de Don Elías tomamos
la carretera vía Circasia, pasando por la Escuela Palestina y la Finca Ocaso.
Luego había que bajar un pequeño sendero a pie el cual fácilmente se puede
transitar en tres minutos, pero antes de visitar el lugar decidimos parar en un
restaurante que es propiedad de los únicos vecinos de Don Elías y su familia.
Todos pedimos lo único que nos ofrecieron, la bandeja paisa (frijoles, plátano,
aguacate, arroz chorizo y carne molida, esta no tenía el típico huevo), una
comida que distaba mucho de la única bandeja paisa que había comido hasta ese
momento en un restaurante de Bogotá. Esta vez y a diferencia de mi primera
experiencia, la bandeja tenía un toque completamente casero, esta vez
estaba probando la receta original.
Ya se estaba siendo algo tarde y el
cielo cada vez más se veía nublado, así que al terminar de comer bajamos de
inmediato a conocer al hombre del que tanto nos habían hablado en el pueblo. Lo
que nos encontramos distaba mucho de la imagen tranquila y solitaria que me
había hecho del lugar hasta ese momento, el sitio estaba completamente ocupado
de extranjeros, conté por lo menos treinta. Estos estaban de salida por lo que
mis compañeras y yo tuvimos la posibilidad de apreciar el lugar con más
detalle.
La finca de Don Elías se encontraba
casi escondida dentro de los diferentes cultivos de café y era bastante
pequeña. De hecho, la casa en sí albergaba solo a cuatro personas las cuales
vivían de una manera muy humilde. Mientras esperábamos a Don Elías tuvimos
tiempo para disfrutar el paisaje que se veía adornado por distintos tipos de
fauna dentro de los que destaco una familia de gallinas y un barranquero- un
pajarito azul plateado que se asemeja a un pavo real en miniatura-. Momentos
después vimos a Don Elías bajar la pendiente del camino que llevaba a su
residencia. Don Elías era ya un hombre de la tercera edad, pero caminaba con la
rapidez de un hombre de 20 y tal como los hombres que había visto hace algunas
horas, estaba vestido con el traje típico de la región cafetera. Al explicarle
que veníamos para hacer un pequeño material audiovisual respecto al café
accedió a hacernos el recorrido sin cobrarnos ni un solo peso. Fueron varias
horas hablando de ese fruto verdoso que cuando ya estaba listo cambia
mágicamente a un fuerte rojo, Don Elías también nos explicó sobre el proceso de
cultivo, extracción, secado y molido del café mostrándonos con sus propias
manos como hacía funcionar las máquinas que parecían pequeñas frente a las diez
hectáreas de café que calculo, él podría tener plantados en su finca.[3] Posteriormente y ya dejando a un lado nuestro
trabajo académico, nos sentamos con Don Elías a tomar café, el mismo que
él producía. Don Elías, nos habló de su vida, del café e incluso se atrevió a
dar su posición política, la cual por respeto no comparto porque según él la
política en este país es compleja entonces no vaya a grabar ni nada lo que le
voy a decir. ¿Don Elías y usted que consejo nos da a nosotros los
jóvenes?, a ustedes los jóvenes pues no sé, es que ahora la gente vive
estresada por todo, ya ahora con todas las cosas que traen los celulares no se
disfruta nada. En cambio yo si vivo aquí muy cómodo, madrugo todos los días y
me acuesto a las 10 entonces no tengo nada por lo que preocuparme y lo mejor es
que nunca estoy solo. Acá viene mucho turista a la finca y uno siempre conoce
cosas nuevas. De cerca a Don Elías no se le notaban los años, él
mismo bromeaba acerca de su edad ¿Y usted cuántos cree que
tengo?, no sé Don Elías, por ahí máximo 70, tengo 80. Y
antes de que pudiéramos decir algo agregó, pero pasaron muy rápido, yo
toda mi vida la he dedicado al café y como mi papá me dejó esto a mí, espero
que mis hijos o nietos sigan trabajando por otros años en esto, no dejar morir
la tradición.
Ya estaba anocheciendo, así que
decidimos devolvernos a Armenia, no sin antes comprar varias bolsitas doradas
de Café Don Elías.
Valle del Cocora
Otros pocos, creían que estaba
relacionado con el Valle del Cocora. Salento, está creo en el parque
del ¿Cocora? Y sí, efectivamente este es uno de los principales
atractivos turísticos del municipio, aunque por el momento, no tengo muy claro
si los mismos Salentinos llaman así a los alrededores de su municipio o, si en
cambio, este es un lugar perteneciente a una circunscripción definida
estatalmente. Una confusión que muy seguramente resolveré durante mi visita a
estos lugares que, además, por lo que pude vislumbrar, son los únicos lugares
donde yacen las ya casi extintas palmas de cera del Quindío; circunstancia que
a muchos puede hacer imaginar a estos territorios como desolados y tristes,
pero, que, en mi caso, me hace imaginar paisajes que perfectamente le hubieran
servido de escenario a una novela de Gabriel García Márquez.
*
El día estaba soleado, alistamos
maletas y nos preparamos para ir al valle del Cocora, yo con la misma ropa del
día anterior porque no había previsto quedarme los dos días completos. Aún no
sabía si el lugar al que íbamos era un paisaje, otro municipio o simplemente un
terreno. Intentando disimular mi ignorancia -pero aún con el suficiente
atrevimiento para poder disipar mis dudas- pregunté sobre la ruta que teníamos
que transitar, la verdad no sé, ahorita vamos a Salento y le
preguntamos a alguien del pueblo, pero ¿es en el mismo
municipio o?, no, cerquita.
Miren, ustedes siguen derecho por está
a la derecha, voltean y derecho, derecho. Ahí no se pierden. Claro, conciso y con esa amabilidad que
parece caracterizar a todos los salentinos, un hombre nos había indicado la
ruta a seguir. No era lejos, según nuestros cálculos iban a ser sólo treinta
minutos.
*
En el camino recogimos a una mujer
argentina después de verla haciendo auto-stop. Se llamaba
Mariana, se devolvía pero terminó acompañándonos al Valle del Cocora. Mariana,
platense de nacimiento y de corazón – como ella se autodenominaba- era una
mujer de estatura mediana, algo pecosa y de piel trigueña. Llevaba una mochila
de camping a cuestas, unas botas de montaña bastante desgastadas, un short y
una camisa, así sin más. Mariana tenía 28 años y había decidido viajar por
Latinoamérica hace un año y medio porque si, sin ninguna razón
específica No chicos, el mundo es muy grande para quedarse en un solo
lugar. Y ella durante media hora siguió respondiendo nuestras inquietudes,
casi como si fuera un tipo de celebridad, de hecho, le hacíamos tantas
preguntas que fácilmente si las escribiera todas podrían ser confundidas con un
interrogatorio policial. Por supuesto que no faltó la única pregunta
obligatoria. ¿Y qué tal te ha parecido Colombia? Uff, re bien, Con
modestia proseguimos a preguntarle qué le había gustado más del país hasta ese
momento. No pues muchas cosas chicos. Todos los países a los que he ido
tienen cosas buenas. Pero yo creo que lo que más, más, más me ha gustado de
Colombia, es la gente. Si hay un lugar donde traten bien al turista es
acá…bueno, y Argentina. Es raro pero los colombianos y nosotros siempre nos llevamos
bien.
Al llegar y, casi como si el clima
quisiera demostrarnos algo, empezó a llover de nuevo. Hacía frío y lo primero
en lo que cualquier persona se fijaba era en las nubes que se mezclaban con las
montañas y estas últimas a su vez con las palmas de cera que, irónicamente, se
veían muy numerosas. Sin pensarlo mucho entramos en uno de los muchos senderos
en el que podíamos hacer un tipo de ¨caminata ecológica¨. Y ahí estaba un
cartel que respondía gran parte de mis dudas acerca del lugar en el que estaba. Valle
del Cocora, Parque Nacional Los Nevados. Tan pronto empezamos el
recorrido Mariana y el resto de nosotros nos terminamos separando.
Al ir a avanzando la caminata ecológica
parecía transformarse lentamente en senderismo, lo cual no suponía un problema
para las personas que habían sido lo bastante astutas al alquilar una capa
impermeable y unas botas de pantano, ni mucho menos para las personas que
estaban recorriendo el camino a caballo. Para mí, el recorrido terminó siendo
una mezcla de saltos, caídas y zancadas, todo gracias al fango, las rocas y la
tierra- incluso tuve que pasar por un pequeño puente colgante que por su
excesivo balanceo producía con cada paso cada vez más adrenalina-. Además de
este divertido trayecto, las palmas cada vez parecían más cercanas, sus 60
metros a veces parecían 100 y los anillos que dejan cada año sus hojas al caer
eran simplemente incontables, estaba nada más y nada menos que viendo la
escasez de una especie con el nombre de una Nación, en efecto, La Palma de Cera
es el árbol emblema de Colombia (decretado en la Ley 61 del 16 de septiembre de
1985). Pero no todo es color de rosas, este paisaje también reflejaba abandono.
A pesar de estar pisando un territorio
cuya protección se encuentra bajo el Sistema Nacional de Parques Naturales, no
había puestos de seguridad, ni siquiera carteles que regularan el contacto
directo de cualquier persona con las palmas. Fácilmente pude haberme salido del
trayecto e ir a recostarme en una palma sin temer represalia alguna, naturalmente
nadie hacía esto, pero la sola posibilidad de alterar el orden de este pequeño
ecosistema que, además, involucra al aún más amenazado periquito
orejiamarillo, simplemente por la negligencia humana, es preocupante. No
digo que todos los trayectos no sean supervisados, hay muchos que necesitan un
número mínimo de personas para ser llevados a cabo y otros cuantos en los que
se necesita la compañía de un guía. Lastimosamente en el camino que recorrimos
solo había dos hombres que se limitaron a cobrarnos dos mil pesos y a darnos
una manilla, los mismos que devolviéndonos ya no estaban. Se lo comenté a una
de mis compañeras. Es domingo y ya es algo tarde, debe ser por
eso. Si, ojalá sea por eso.
Calculo que, en total, el sendero tenía
una extensión aproximada de 8 a 10 kilómetros. Estaba anocheciendo, había
parado de llover. Fueron dos horas y media caminando, pero nadie completó el
recorrido, si alguien lo hubiera hecho nos habríamos demorado el doble. Después
de limpiarnos un poco con una manguera y de limpiar toda el agua que había
dentro de nuestros zapatos – y aún con el maravilloso paisaje de fondo-
decidimos devolvernos a Salento. Y así, las palmeras se alejaban cada vez más,
hasta que de pronto terminaron difuminándose con las montañas, sin darme más
tiempo de preocuparme por ellas.
SALENTO II
Afortunadamente, la mayoría de los
adultos a los que pregunté sobre el lugar al que iba a ir, logró acercarse a la
información que luego verificaría en internet. Pues de Salento sé que
es caliente, tibiecito…tibio, también que venden trucha deliciosa… ah y dicen
que la arquitectura es como bonita, o no sé, no sé si me estoy equivocando de
pueblo
*
Atardeciendo, Salento estaba pintado de
naranja. Eran las siete de la noche, todos estábamos cansados y especialmente
muy, muy hambrientos. En la plaza central, las carpas que en la mañana vendían
algodón de azúcar, obleas y manualidades le habían pasado la batuta a una fila
de restaurantes contiguos ubicados en carritos rodantes. A la vez, varios
puestos de comida rápidas adornaban todo el parque, unos vendían arepas, otros
chorizos e incluso en uno que otro vendían palomitas de maíz. Esta vez,
el ambiente era diferente pero, no solo por los nuevos e innovadores puestos de
comida. Curiosamente la noche había reunido a mucha más gente de la que había
visto la tarde del día anterior, los niños corrían, muchos perros callejeros
pedían comida y se veían muchísimos más turistas.
Decidir dónde comer fue bastante
difícil y no precisamente por la cantidad de opciones: todos los carritos
ofrecían como plato principal trucha o patacón. No nos molestaba la idea de
comer eso, de hecho, era lo que más nos apetecía en el momento. El dilema era
que cada uno de los susodichos carros estaban tan juntos que nuestra elección
terminó siendo más una tarea de azar. Al final, nos terminamos sentando en el
último –o primero- de los remolques que, a propósito, tenía el mismo estilo de
mesas y sillería que el de los otros 8 puestos que le precedían.
Gastronómicamente hablando, Salento –y en
general, el Quindío- más que por su café y repostería, es reconocido por
su excelente trucha. No estaban mintiendo.
Los patacones de la zona central del país son pequeños y más bien gruesos,
estos no, este patacón era delgado, excesivamente crujiente y bastante grande,
tan grande que en su superficie sostenía la trucha y las copas de salsa
para acompañarla. La trucha, más bien pálida, desprendía un olor un poco más
fuerte al de las truchas que se consiguen en las pescaderías capitalinas y las
dos salsas que nos habían dado a cada uno, una de color rojizo y la otra
de un naranja brillante, daban la impresión de ser algún tipo de ají. Yo
para acompañar el plato, también había pedido una muy particular limonada de
coco. Del sabor, no hay mucho que se pueda expresar con palabras, a Mariana que
estaba aún con nosotros le encantó, le pareció diferentísimo a
la comida de su país, irónicamente yo tuve la misma impresión. Al final, las
salsas resultaron ser agridulces, la limonada de coco, más coco que limón y la
trucha junto al patacón, un deleite al paladar de grandes proporciones.
Tan pronto terminamos, sabía que era
hora de marcharnos. Qué vuelvan, dijo la señora que nos había
atendido. Sin pensarlo demasiado, recorrí el parque de nuevo, esta vez sin
tomar fotos pero intentando capturar la mayor cantidad de detalles en mi mente.
Los colores de los edificios todavía eran intensos a pesar de estar cubiertos
de la luz amarillosa de los faros y los olores se mezclaban, en unas partes
olía a dulce, en otras a tierra húmeda. Todos se veían felices. En la
carretera dejamos a Mariana en un camping en el que se quedó sin siquiera
registrarse oficialmente.
Habiendo avanzado unos kilómetros detallé ciertos
lugares que por alguna razón no había divisado antes: un paradero bastante
particular (un restaurante o una fábrica quizás), cuya estructura externa
imitaba a una vaca bastante caricaturesca; las ruinas de la posada alemana de
Carlos Lehder Rivas (socio de Pablo Escobar) y otros paisajes que parecían
guardar muchas más historias dignas de conocer. Y así, le dije adiós a una de
las regiones más lindas del país. Qué lindo es Colombia.
Mire al cielo, había empezado a llover
de nuevo. Llovía y olía a café.
[2] De ¨Guía turística¨ publicado
originalmente el 12/22/1986 en Revista Semana (impresa). Artículo
en http://www.semana.com/especiales/articulo/guia-turistica/8433-3.
[3] Al
respecto hicimos un proyecto audiovisual el cual, a nombre de mis compañeras y
mío comparto en el siguiente link. https://www.youtube.com/watch?v=7ERSQkau-64
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