A OFELIA NO LE GUSTAN LAS HORMIGAS (FICCIÓN HISTÓRICA)
Ofelia, de seis
años y una sonrisa apenas en formación no entendía nada sobre el mundo y
tampoco tenía necesidad de hacerlo; cada vez que lo hacía, crecía un poco más y
para ser creativa había demasiados juguetes peligrosos
en la parcela donde vivía con sus cuatro hermanos y su mamá. El día anterior su
inocencia la había resguardado celosamente de la verborrea pronunciada en la
vieja radio de la cocina. Ni siquiera su moralidad logró identificar las
expresiones de temor de su familia que se encontraba congregada en posición de
reverencia intentado desesperadamente entender qué estaba pasando. Resignada y
taciturna como siempre, prefirió agarrar dos canicas y lanzarlas contra el
hormiguero. Inmersa en su utopía, ignoró las pequeñas partículas de ceniza que
se habían posado en su anular mientras asestaba un golpe certero en la abertura
de la tierra.
“¡GOOOOOOL!”,
gritó la fanaticada azul en Bogotá. Millonarios había marcado su segunda
anotación condenando al Unión Magdalena a retirarse con el rabo entre las
patas; dos a cero terminó el marcador. Pero el fulgúreo ánimo de muchos
matizaba la estupefacción de algunos afortunados quienes estaban lo
suficientemente cerca como para escuchar la balacera o, por cuestiones de azar,
tenían sintonizada la emisora correcta. Y, aun así, fueron más las
vociferaciones las responsables de llevar el mensaje: en el Palacio de Justicia
una batalla se había iniciado y nadie sabía decir a ciencia cierta quiénes
estaban siendo los responsables directos.
—Coronel,
¿y cómo vamos a defender la democracia? —le espetó un subordinado al bigotudo y
escuálido coronel del Ejército Alfonso Plazas Vega.
—Mire Pérez,
usted a mí no me pregunta estupideces; si Betancourt no quiere dar ordenes
rápido, es trabajo del ejercito responder —respondió Vega frunciendo el ceño
con evidente irritación.
—Mi
Coronel, pero es que esos tanques van a incendiar todo el Palacio —indicaba
afanosamente el subordinado señalando la pesada maquinaria.
—Usted
se calla. Esos tanques son para que el humo de allá adentro salga y no se asfixien los magistrados—
le reprendió a regañadientes Plazas mientras se acomodaba su torcido casco
verde—; en cuanto a ustedes caballeros, dispárenle a todo lo que se mueva. No
sabemos cuáles son los hijueputas
infiltrados del M-19.
Las paredes
incendiándose, los cuerpos calcinados, las cabezas perforadas y las madres
confundidas, así se formarán las llagas. Los soldados, homogéneos y decididos,
habrían fracasado en proteger a sus colonias de no ser por la sangre chorreada en
el piso del bando enemigo. Algunos
minutos más tarde, y unos cuantos más allá, todo se volverá borroso. Desde
afuera, el autoengaño terminará consumiendo los instintos de supervivencia. Los
pasos afanados y el humo mancharán la claridad de las imágenes para dejar como
protagonista al dolor ajeno. Una semana después, las elucubraciones más etéreas
e ignoradas calificarán los horrendos hechos como un doble golpe de estado. El
camino para los sobrevivientes no será fácil; después de todo, solo una reina
de ambos bandos vivirá para contarlo. El volcán estaba por explotar.
Eran
las 12.p.m y el ambiente estaba mucho más oscuro que de costumbre. Ofelia se
encontraba acostada en el regazo de su madre quien la había regañado un par de horas más temprano. Solo bastó una semana para que la expresión vacía de su
rostro le quemara un pedacito de inocencia.
“¿Las hormigas?”, se preguntaba con su reducido vocabulario intentando
darle significado a los ojos caídos que veía en mamá; para ese momento Ofelia
ya no era la misma de antes. El día
estaba apagado y ahora ella también. Tres horas más tarde y todo volvería a ser
como antes. Ofelia se despediría sin saber qué le había pasado a su pueblo, tampoco
recordaría el realismo de sus sueños ni los gritos de su madre. Todo había
quedado sepultado bajo el espeso lodo incandescente, menos las hormigas, ellas siempre
habían vivido bajo tierra. Para la colonia este solo era otro episodio. Ya era
hora de migrar.
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